Presentamos hoy un episodio de la vida de San Maximiliano Kolbe. Un sacerdote polaco que murió en un campo de concentración como mártir de la caridad. San Maximiliano es el fundador de la Milicia de la Inmaculada. Su amor a la Virgen le ayudó a ser un fiel discípulo de Jesús y a imitar a Cristo en dar la vida por los demás. Trasladémonos ahora al campo de concentración de Auschwitz en Polonia. Del barracón marcado con el número catorce huyó uno de los trescientos hombres que allí cumplían su condena a trabajos forzados. ¡Escogió la libertad! Cuando se pasó lista al amanecer del día siguiente, apareció la falta. Todos temían que las represalias serían terribles. Este presentimiento se cumplió. El comandante del campo mandó formar a los trescientos hombres y les comunicó la atroz resolución: - Por uno que se ha escapado, diez de vosotros iréis a morir en la cueva del hambre, si para esta tarde no vuelve el prófugo. Y tuvieron que aguantar todo el día de pie, bajo el sol del verano, sin recibir ni un pedazo de pan ni una gota de agua. Algunos caían desmayados al suelo. Unos y otros se preguntaban angustiados: “¿Volverá el que huyó?” Era el 30 de julio de 1941. El fugitivo no volvió. Al atardecer, se presentó de nuevo el comandante del campo, con un piquete de soldados. Miraba a los hombres puestos en formación, recorriendo las filas con sus ojos y exclamando, de cuando en cuando: - Tú, a morir … Tú, a morir … Tú, a morir … Así hasta diez, los que él mismo quiso escoger a capricho. Una de las víctimas lanzó un grito de angustia: - ¡Piedad para mí… por mi mujer, por mis hijos! En el silencio impresionante de todos aquellos hombres que se sentían bajo el poder tiránico del jefe que jugaba con su vida y con su muerte, se sintieron unos pasos. El que se acercaba al comandante no era uno de los diez condenados, sino uno de los que habían quedado en las filas. Cuando el comandante advirtió que se le acercaba, echó mano a su revólver y gritó: - ¡Quieto! ¿Qué quiere ese imbécil? El llamado imbécil no se acobardó. Con una admirable serenidad, le respondió: - Solamente quiero pedir a usted el favor de que me deje ir a la cueva de la muerte, en lugar de ese hombre. Y entonces, el diálogo sublime, empezado por el comandante del campo: - Pues… ¿Quién eres tú? - Soy un sacerdote católico. Como si quisiera dar a entender que el sacerdote católico está llamado a imitar en todo a Jesús: “En esto conocemos el Amor, en que Él puso la vida por nosotros; por eso, nosotros debemos poner la vida por los hermanos”. Y como para convencer al comandante, le siguió diciendo: - Yo soy viejo y no valgo para nada. En cambio, este hombre tiene una familia. Entonces, el comandante, en vez de ponerse de rodillas y besarle los pies, quedó unos instantes en silencio, como cuando una persona reflexiona acerca de un negocio que le proponen. Luego hizo un gesto a sus soldados. Era la aceptación. Así, aquel sacerdote católico, el Padre Maximiliano Kolbe, mientras quedaba libre el hombre por quien él intercedió, fue empujado a la celda de la muerte, con los otros nueve sentenciados, para una agonía escalofriante. Porque habían de perder la vida, no ahorcados o fusilados, sino en horas largas de hambre, de sed, de tristeza, allí encerrados, sin recibir ni una gota de agua, ni una miga de pan…
El Padre Kolbe se convirtió en ángel guardián de todos los condenados. Se esforzaba por mantenerlos libres de la desesperación. Les invitaba a rezar el Rosario; les hablaba de Dios que perdona siempre; les anunciaba la gran felicidad del Cielo para los que mueren en gracia; les invitaba a confesarse bien…
El 14 de agosto, víspera de la Asunción de nuestra Señora al Cielo, entraron los responsables a la temida celda. Al ver que el Padre Maximiliano seguía con vida le aplicaron una inyección letal. María Santísima vino a buscar al hijo que tanto había hecho para que los hombres le amaran y conocieran.
Este rasgo de heroísmo supremo, del mártir de la caridad, no fue una improvisación repentina para San Maximiliano Kolbe: fue la culminación propia de una vida entregada a Dios y a los hermanos, en una devoción ardiente a la Virgen María.




